Inchaurrondo blues by Rafael Jiménez

Inchaurrondo blues by Rafael Jiménez

autor:Rafael Jiménez
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
publicado: 2014-06-06T23:00:00+00:00


14. Todo empezó a cambiar

A medida que el invierno iba alejándose y dejaba paso a la melodía de la primavera, Eloy y yo comenzamos a quedar casi todas las tardes en la esquina del cuartel para dar un paseo por el barrio.

A principios de abril estuve quince días sin verlo porque él, su hermano Sergio y su madre se fueron a Atarfe. Aquella primavera me aburrí como una ostra. Qué pesado es tirarse un día entero sin salir. Me pasaba la tarde delante de la televisión y las mañanas ayudando a mi ama en la tienda mientras mi aita se pasaba el día de un lado para otro sin saber muy bien qué hacía. Durante aquella semana santa que estuve sin ver a Eloy y a los demás, pensaba que todo había vuelto a ser como antes. Miraba cómo avanzaban las agujas del reloj hasta que mi aita llegaba y conseguía distraerme, viéndolo subir y bajar del piso a la tienda. Durante esos días, mi aita comenzaba a actuar de una manera algo enigmática que solía coincidir con el insoportable ruido de las sirenas de los coches de la Guardia Civil que salían en tropel del cuartel en dirección a cualquier calle de Donosti, después de haber oído los extraños ruidos, algo lejanos, de disparos, bombas y granadas.

He llegado a alcanzar cierto grado de experiencia para distinguir unos de otros. Los disparos suelen ser lo más parecido que hay a un petardo y los ametrallamientos son iguales que las ristras de petardos que se lanzan en las fiestas de la Tamborrada de Donosti. Las bombas sí que eran tremendas, su ruido es seco, profundo y a veces, si no había sido muy lejos, retumbaban las paredes de mi cuarto y se llegaba a ir la señal de la televisión. Una vez, en pleno partido de la Real, se fue la imagen de la tele por culpa de una bomba que estalló cerca del parque de Elorrieta y de la consulta del Doctor Elósegui. Me cabreé muy seriamente. No tenían ningún miramiento.

Me decía con cierto orgullo Arkaitz Goicoetxea que, cuando había bombas, su hermano mayor desaparecía durante algún tiempo y no sabían nada de él hasta que un día, de pronto, volvía a aparecer y se quedaba en casa varios días más sin salir.

Cuando Eloy volvió, sentí unos deseos irrefrenables de abrazarlo. Pero me pregunté si dos hombres se abrazan tras una separación de apenas quince días. Es curioso, pero esas dos semanas se me hicieron eternas. No miraba el reloj de la estación más a menudo que en otras ocasiones, pero sin embargo me quedaba embobado frente al calendario varias veces al día, como si de ese modo las horas fuesen a pasar más rápido. El reloj siempre me ha dado la grata sensación de paso del tiempo; es como si el día se partiera en pedacitos inapreciables pero constantes. El calendario no. Es mezquino. No se mueve. Pero está ahí, ingrato, como si fuera un recordatorio de que la vida se va acortando.



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